Olivetianos en Acción

AQUELLAS TARDES DE FÚTBOL

 

A mediados de setiembre, nuestro amigo José Martínez Melé me invitó al fútbol. Me llevó a conocer el nuevo estadio del Real Club Deportivo Espanyol, en Cornellà. Melé es acérrimo seguidor del club blanquiazul y en mi caso, sin llegar ni mucho menos a tanto, los colores “pericos” han sido los míos desde antes de que mi amigo naciera.

Hacía años que sólo veía fútbol por televisión y tenía una gran curiosidad por conocer cómo era ahora el espectáculo “en vivo y en directo”. Más interés aún tenía por ver el nuevo estadio del club de mis amores del que me habían hablado maravillas. Lo que vi superó mis expectativas. El estadio es una preciosidad se mire por donde se mire. Acogedor, cómodo, funcional y elegante. Los italianos dirían “a misura di uomo”, lejos de esos fríos colosos de cemento en donde juegan los dos equipos grandes de nuestra Liga. Pero de ese magnífico estadio con capacidad para 45.000 espectadores no voy a hablaros ahora. Tampoco os mostraré imágenes. No quise llevarme ninguna cámara al campo porque quería ver el espectáculo con ojos de aficionado blanquiazul y no de fotógrafo amateur. Eso posiblemente será otro día. Ni siquiera os hablaré del partido.

Cuando saltaron al campo los dos equipos y ví a la mayoría de los jugadores del Espanyol tan jóvenes, no sé muy bien por qué, mi memoria me trasladó en un instante al primer partido de fútbol profesional al que asistí en mi vida. Fue el 14 de mayo de 1944.

En aquel tiempo, España estaba sumida en la más tenebrosa época del franquismo y, en pocos días, el mundo iba a ser testigo de uno de los acontecimientos más decisivos en la Historia de la Humanidad: el desembarco de Normandía.

Me acuerdo bien de la fecha porque fue el día que mi hermano hizo la Primera Comunión. Entonces era costumbre celebrarlo con un desayuno con los amigos del comulgante en alguna granja (así se llamaban unos establecimientos a los que hoy llamaríamos cafeterías. Era famosa en Barcelona la Granja Royal, ya desaparecida). Luego, por la tarde, se visitaba a la familia y a los amigos más próximos, se les llevaban unas estampas a modo de recordatorios y se recibían algunos regalos. Se suponía que yo debía acompañar a mi madre y a mi hermano en esas visitas. Sin embargo, parece que aquel día yo me había levantado con el pie izquierdo. Temiendo que aquella actitud díscola (rara en mí cuando niño) fuera a estropearle la fiesta a mi hermano, mi madre pidió a mis primos que me “quitaran de en medio” y me llevaran al fútbol con ellos. Y me llevaron. Era un domingo y jugaba el Real Club Deportivo Español contra la Real Sociedad de San Sebastián un partido de octavos de final de la Copa del Generalísimo. Cuando me lo dijeron, se me pasaron de repente todos los males y una tremenda excitación sustituyó a mi enfurruñamiento.

Recuerdo como si fuera hoy nuestro viaje hasta Ca’n Rabia (¿por qué lo llamarían así?) en el sobrio y espacioso Ford de mi tío. Cuatro de mis primos y yo enfilamos la carretera de Sarriá (hoy avinguda de Sarrià) y estacionamos el coche prácticamente a las puertas del campo (no se le podía llamar estadio). Entonces había muy pocos automóviles. Habíamos dejado atrás la Diagonal todavía someramente urbanizada, porque estábamos ya en las afueras de la ciudad y el complejo de Piscinas y Deportes que supongo que, por lo menos, algunos recordaréis. Entramos al campo sin pagar, porque los dos mayores eran periodistas – uno de ellos, el padre de Carlos y Emilio Pérez de Rozas, a los que habréis visto u oído por la televisión y por la radio - y los otros dos, niños todavía. Los porteros de la entrada, eran muy condescendientes con los chavales parientes de los reporteros. Mis dos primos más jóvenes, que no pasaban de los trece años pero ya eran espectadores habituales, y yo, debutante con ocho, nos colocamos expectantes detrás de una de las porterías y al nivel del terreno de juego. De la única que lo permitía porque la que podría llamarse gol sur, lindaba con la fachada de un edificio al que llamaban “el chalet”. Las únicas localidades de asiento eran las de una desvencijada tribuna. En el resto del recinto, los espectadores tenían que estar forzosamente de pie. No sé si el aforo llegaría a superar los diez mil espectadores.

A la entrada del campo unos muchachos anunciaban y vendían con una cantinela que no he podido olvidar los “chupones”, unos caramelos cilíndricos de varios sabores. Los de anís, naranja, limón y menta eran los más solicitados. Así fue durante muchos años. El campo no tenía iluminación artificial ni marcador simultáneo, ni riego automático. No existía ningún programa radiofónico que se pareciera a “Carrusel deportivo”, por ejemplo. En el perímetro del terreno de juego estaban sentados algunos números de la Policía Armada estratégicamente distribuidos. Los jugadores no salían a calentar antes del `partido. No llevaban camisetas, sino camisas de manga larga abrochadas con botones. A la salida, cuando se había acabado el partido, aún no te encontrabas con aquellos chavales que, algunos años después, voceaban por las calles más céntricas: ¡Goles, ha salido Goles! Una hoja en donde a toda prisa se imprimían los resultados y clasificaciones de la jornada. Quizá ni siquiera habían llegado todavía los tiempos de aquellos famosos cronistas radiofónicos como Matías Prats, Gilera y José Luis Lasplazas. Junto a ellos, se habría de ocupar de la crónica taurina el gran Julio Gallego Alonso.

Alineación del RCD Español en un partido jugado en Sarriá contra el Valencia:

De pie y de izquierda a derecha: Arcas, Marcet, Domingo, Bolinches, Parra, Catá y Trías . Agachados: Piquín Artigas, Mauri (padre), Argilés y Egea.

El momento de la salida de los equipos al campo me pareció solemne y emocionante. Por cierto, sólo salían al campo once jugadores por cada equipo y un portero suplente. Si durante el juego un jugador de campo se retiraba por lesión no podía ser sustituido. Tampoco se permitían cambios por motivos tácticos. El partido se me hizo corto, a pesar de su escasa calidad, según las crónicas de la época. Aquella noche me resultó difícil conciliar el sueño. En mi cabeza se repetían una y otra vez los lances del juego, los goles, los nombres de los jugadores, el característico sonido del golpeo del balón, las voces y los resoplidos de los futbolistas, el verde césped, del que hubiera querido llevarme unas briznas a mi casa, el ambiente del campo que nada tenía que ver con el de ahora. No había himnos, ni bufandas, ni camisetas ni banderas. Ni una humilde pancarta de aliento. Si creo recordar que había más civismo o más represión o las dos cosas. En el campo, más dureza, posiblemente por la falta de técnica. Y en la radio sonaba aquello de “Es tarde de fútbol. Gran expectación, Va a empezar pronto el partido que será de emoción”. Me parece que a ritmo de foxtrot lo cantaba una tal Trudy Bora. Y, en efecto, salvo muy raras excepciones los partidos se jugaban siempre los domingos por la tarde, Así nos lo recordaba la vivaracha Rita Pavone en otra canción, en donde se quejaba que su pareja la dejaba sola las tardes del domingo y no la llevaba nunca a ver el partido.

Alineación que presentó el RCD Español en un partido jugado contra el Barcelona en el desaparecido campo de Las Corts. Venció el Español por 1 a 4.

Jugaron por el Español: (de pie) Catá, Argilés, Faura, Parra , Boliches, Domingo y Trías. (Agachados) Cruellas, Marcet Mauri (padre), Piquín y Arcas.

Ganó el Español por 2 goles a 1. En La Vanguardia del martes 16 (en los lunes sólo se publicaba La Hoja del Lunes”), Santiago García, un joven y brillante periodista deportivo de la época titulaba su crónica “Precario triunfo del Español…”, una cabecera que, en función del mucho fútbol que nos quedaba por ver, podría haberse repetido en no pocas ocasiones aplicada al club de nuestros amores. No por ello íbamos a quererlo menos.

El equipo españolista que jugó aquella tarde estaba formado por Martorell; Pérez, Mariscal; Veloy, Rovira, Schilt; Juncosa, Espada, Jorge, Diego y Viela. No se me han despintado los rostros de algunos de aquellos jugadores: Martorell, con un fino bigote muy propio de aquellos tiempos; Juncosa, con su ondulado pelo negro, y Jorge, un eficaz delantero, también con bigote pero bastante más poblado que el del portero.

Estoy convencido de que prácticamente a ninguno de vosotros os dicen nada estos nombres. Con una excepción: Luis Vich. Tiene una memoria prodigiosa. Es capaz de recordar las alineaciones de los más importantes equipos de aquellas temporadas. No creo que se enfade si os revelo que tiene una impresionante y preciosa colección de cromos de los futbolistas de aquel entonces ya muy lejano.

Santiago García escribía: “Cubierta la primera fase de los octavos de final de la competición copera, forzoso es admitir la difícil posición en la que se encuentran el Español, con su mínimo triunfo sobre la Real Sociedad, y el Barcelona, por su amplia derrota frente al Sevilla. Sólo el Sabadell acertó a solventar de manera francamente esperanzadora el difícil tránsito por El Sequiol.”

En efecto, el Barcelona había perdido con el Sevilla por 5 a 2 en el estadio de Nervión y el Sabadell había ganado a domicilio al Castellón (entonces equipo de Primera) por 0 a 1.

Quizá le refresque la memoria a algún barcelonista si le recuerdo que aquel aciago día el Barcelona jugó con Velasco; Elías, Curta; Raich, Corró, Calvet; Escolá, Basilio, Martín, César y Bravo.

Aún no había llegado Helenio Herrera con su “doble V M” ni Scopelli con su milagroso oxígeno. La posición táctica de los jugadores en el campo era otra. No se hablaba de defensa central sino de medio centro y tampoco de centrocampistas sino de medios volantes y delanteros.

En el Español estaban por aparecer figuras tan queridas y extraordinarias como Parra, un elegante defensa; Marcet, todo un señor del fútbol; Arcas, una pesadilla para el Barcelona: llegó a marcarle ¡cuatro goles! en un partido en Las Corts. Porteros como Domingo, Vicente, Urruti y N’Kono; defensas sobrios y muy duros, como Argilés y Faura; finos jugadores de medio campo, como Artigas y Recamán, y aquellos delanteros formidables que merecieron la denominación de los Cinco Delfines: Amas, Marcial, Re, Rodilla y José María. Merecen un recuerdo especial jugadores de la clase del canario Rosendo Hernández y del catalán Daniel Solsona. Y tantos otros jugadores que tantas y tan buenas tardes de fútbol nos dieron a los periquitos, entre los que hay que recordar a nuestros máximos goleadores: Marañón (111 goles) durante mucho tiempo, luego superado por Tamudo (129 goles), españolista de pura cepa, que se ha marchado del club de una manera injusta e inexplicable.

En el corazón de todos los españolistas está Daniel Jarque. Se me hizo un nudo en la garganta cuando oí el aplauso que el público le tributó en su memoria en el minuto 21 (el número de su dorsal), durante todo el minuto. Y así ocurre en todos los partidos que el Espanyo juega en su estadio.

Entonces no jugaban extranjeros en los equipos españoles. Creo recordar que el primer equipo que fichó a jugadores de fuera fue el Atlético Aviación (¿se llamaba ya Atlético de Madrid?) Primero llegó Ben Barek, un jugador africano con mucha clase y, luego, un sueco no menos bueno de apellido Carlsson. Pocos recuerdan ahora que en el campo del Español debutó en España, en un partido amistoso, un jovencísimo futbolista húngaro que, en un equipo formado sólo para una gira y con el nombre de Hungaria se enfrentó a los nuestros. Era ni más ni menos que Ladislao Kubala. Yo fui espectador de aquel espléndido espectáculo. Debió ser hacia 1955. La revolución húngara de 1956 hizo difícil, por no decir imposible, el retorno de aquellos formidables jugadores a su país y de ahí que casi todos buscaran acomodo en clubs españoles.

En el campo de Sarriá tuve ocasión de ver en todo su apogeo a delanteras impresionantes: Kopa, Rial, Di Stefano, Puskas o Luis Molowny y Gento, por el Real Madrid; Iriondo, Venancio, Zarra, Panizo y Gainza, por el Athletic de Bilbao; Basora, César, Kubala, Moreno y Manchón (luego los Cocsis, Czibor, Villaverde, Evaristo, Eulogio Martínez y el magistral Luis Suárez) en el Barcelona; y los Cinco Magníficos, del Zaragoza: Canario, Santos, Marcelino, Villa y Lapetra. Y otros muchos de una lista interminable.

Partido jugado en el Nou Camp, con el resultado de Barcelona 1 Español 3. En una de ellas se ve a los jugadores del Español celebrando un gol.

Se ve al barcelonista Heredia. Entre los jugadores del Español se distingue a Lauridse, Urbano y Solsona.

Con el paso del tiempo desapareció el chalet y las gradas del campo se ampliaron en sucesivas etapas, sin coherencia arquitectónica alguna. Hasta que llegó la hora de su derribo. No lo quise ver. Con el viejo campo se marcharon muchos y muy buenos recuerdos de momentos irrepetibles. Durante un tiempo yo había sido socio. Dejé de serlo cuando nació nuestra hija. Entonces me resultaba más gratificante quedarme en casa. Al cabo de unos años volví otra vez al fútbol. En aquellas localidades que se denominaban de Preferente coincidíamos muchas tardes de domingo Paco Herrero y su hijo José Antonio, Ángel Torres y José María Roselló (ambos ya nos han dejado), Miguélez, Aurelio Sánchez, españolista de pro, quizá muy parecido a Melé en su inconmensurable devoción por el Español, y yo. Estaban abonados a localidades más caras Alberto Fernández, también desaparecido, y Enrique Braune de Mendoza, de Rápida S. A. Y sin duda habría alguno más que ahora no recuerdo.

Aunque parezca poco creíble para el que me lea, cuando yo era muy niño, mi equipo era el Barcelona. Recuerdo haber seguido la transmisión radiofónica de la final de Copa me parece que del 43 contra el Athletic de Bilbao. En un emocionante partido ganó el equipo de la Ciudad Condal por 4 a 3. El gol de la victoria lo marcó aquel formidable ariete que fue Mariano Martín.

Ahora, cuando quiero ver a mis amigos del Barça enfurruñados y a veces hasta consigo que se enfaden les digo: “Yo fui del Barcelona hasta que tuve uso de razón. Entonces me cambié”. Lo que no les digo es que posiblemente lo hice porque en el campo del Español me dejaban entrar gratis. En el del Barcelona, sólo una vez. Aquel día, nos dijeron de manera taxativa e inapelable: “Por esta vez, vale. Pero en la próxima ocasión el niño tendrá que pagar”. Aquellos eran tiempos muy difíciles. La entrada general costaba cinco pesetas. Para mí entonces cinco pesetas eran mucho más que un duro. No hubo próxima ocasión hasta después de bastantes años. Así que, de esta manera, acabó mi efímera relación sentimental con el Barcelona y encontré una pareja totalmente estable con el Español. Para toda la vida.

 

José Manuel Aguirre

Barcelona, octubre de 2010.

 

 

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