Recuerdos de un Olivetiano desmemoriado (32)

                      

 

 

           - MADRID, DE SUCURSAL A CASA CENTRAL -

Las sucursales solían ser los núcleos de nuestra organización comercial y de servicios en los que se concentraba más energía, más imaginación y más actividad. En definitiva, más vida. Eran muy importantes para una empresa de la naturaleza y de la dimensión de la nuestra. Quizá por esta razón me ha sorprendido que, durante los meses que lleva abierta esta modesta tribuna, no haya habido ninguna voz que, con la autoridad que le confiere el haber sido testigo directo, nos hubiera narrado el devenir histórico de cualquiera de ellas. No importaba el tamaño. Ni su cifra de facturación. Seguro que en todas había interesantes y emocionantes historias que contar. Para ello no hacía falta dominar la épica narrativa , ni estar dotado de la maestría en la construcción del relato , ni poseer la elegancia, la frescura y el dominio de tantos y tan buenos escritores nuestros. Nada más que ganas de contar.

No soy el más indicado para marcar el camino. No tengo ninguna experiencia en esa vida de primera línea, de trinchera casi. Pero creo sinceramente que, antes de nuestra fiesta, las sucursales merecen un recuerdo y, en la medida en que soy capaz de hacerlo, un homenaje.

Las empresas son organismos vivos y, como tales, el primer impulso que las mueve no es el beneficio, como tantas veces el tópico nos incita a creer. Su impulso primario, como el de todos los seres vivos, es el instinto de conservación: el de seguir siendo, el de vivir, y cuanto más sana, pletórica y duradera sea la vida, mejor. Así las cosas, el beneficio es la condición sine qua non para la vida de una empresa. No es su primer objetivo, sino uno de sus recursos más importantes. Para obtenerlo, la empresa – organismo vivo, insisto – debe relacionarse eficaz y eficientemente con su entorno, maximizando el lícito provecho de esta relación, actuando en su medio siempre con legitimidad social.

Las empresas que podían permitírselo querían que la relación con su medio vital - el mercado – fuera la más próxima, la más directa y la más rápida, en aras de una mayor eficacia. De ahí, la importancia de las sucursales en aquel momento. Hace tiempo que la presión de los costos de distribución, de una parte, y la idoneidad y multiplicidad de otros canales en este mundo global e intercomunicado las puso en crisis. Pero en la época que estamos contemplando – la del inicio de la etapa desarrollista española – nuestras sucursales constituyeron un activo estratégico de primer orden.

En las sucursales radicaban nuestros recursos más eficaces y valiosos para asegurar la comunicación de la empresa con su razón de ser en el mercado: los clientes. Vendedores y técnicos constituían células terminales nerviosas de altísima sensibilidad. Ellos recogían, sin intermediarios de ninguna clase, las opiniones y valoraciones de los clientes acerca de la calidad de nuestros productos y servicios; cómo nos percibían; cómo valoraban a nuestros competidores. A su vez eran, para bien o para mal, en la mayoría de las ocasiones la única imagen, el único contacto que el cliente tenía con la empresa. Ellos eran la empresa. Su comportamiento y su comunicación de todo tipo con el cliente influían en éste más que la más costosa campaña publicitaria y más, desde luego, que cualquier declaración institucional realizada por los más altos cargos de la empresa en cualquiera de los medios de comunicación del momento. Hay empresas con una magnífica cultura de marketing que tienen muy presentes las opiniones recogidas por sus vendedores y, sobre todo, las quejas recibidas en los centros de asistencia técnica, para mejorar la calidad de sus productos, sus servicios y sus estrategias comerciales. También conocen la importancia de una eficaz y rápida atención telefónica.

No puedo detenerme a recordar con detalle todas las sucursales, ni siquiera a unas pocas. Centraré mi atención en Madrid, sucursal que fue constituida poco después de la de Barcelona. Su primer director fue un italiano: Luigi Bettonica.

En realidad la autoría de esta entrega, a partir de aquí, hay que reconocérsela a nuestro amigo Arturo Gómez, una de las personas más queridas en la empresa, todo un veterano y, sin duda, el que con mejor título y conocimiento de causa podía y debía haber escrito una crónica más documentada y autorizada que la que sigue. Estoy seguro de que sólo su injustificada modestia le ha impedido hacerlo.

Arturo Gómez Pérez, madrileño de pura cepa, ingresó en la empresa el 6 de julio de 1953, como auxiliar administrativo. Cuando yo le conocí era Especial A. Tuvo a su cargo y gestionó con eficacia como clientes a todos los grandes bancos radicados en la capital. Para muchos de nosotros era la persona de referencia en la sucursal y un gran amigo. Cualquiera que fuera nuestro problema, la solución pasaba por Arturo. Le gusta decir que había nacido en ese apacible rincón del viejo “Madriz” que era y es la calle de Alfonso VI. (Él dice Alfonso Bi). Empezó a trabajar en la sede de la primera sucursal domiciliada en un piso del número 30 de la postinera Gran Vía de entonces. En realidad la entrada era por el número 2 de la adyacente calle Jiménez de Quesada.

Me cuenta Arturo que entonces el director de la sucursal ya era Juan Antonio Manzano, singular personaje a quien también yo conocí. Había tomado posesión del cargo en 1952. Era una persona inteligente y autoritaria, al estilo de la época. Tenía la visión muy disminuida, pero él pretendía que no nos diéramos cuenta. A veces entraba en la sucursal haciendo como que miraba ostensiblemente su reloj de pulsera, diciendo: Hoy llego un poco tarde. Cuando nos reuníamos a comer, ceremonia obligada siempre que coincidíamos en Madrid con el dott. Vernetti, al sentarnos a la mesa ya sabíamos que teníamos que comentar en voz alta los platos estrella de la carta. Luego Manzano la tomaba con una mano y, con suficiencia, fingía una lectura detenida de la misma y ordenaba la comanda. Era, como digo, un personaje muy de su tiempo, que tuvo alguna trifulca con alguno de sus vendedores veteranos, sin que llegara nunca la sangre al río. Es legendario su encontronazo con Zaldívar, uno de los primeros vendedores. Los más veteranos os la pueden contar.

Precedió a Manzano en la dirección el mismo Vernetti, que llegó después de desempeñar idéntico cargo en Sevilla. Sustituyó a un tal Julio Sacco, sucesor a su vez de Bettonica. Según me cuentan, Sacco fue destinado por motivos políticos a Johannesburgo.

El piso de Gran Vía era insuficiente para albergar a los pocos vendedores y mecánicos que componían la plantilla de entonces. Radicaban allí la dirección y los servicios de contabilidad y personal. En 1952, se compró la finca de Casarrobuelos número 5, que se utilizó como almacén y sede del taller. Habían estado antes en un viejo local ubicado en la calle del Noviciado. Más adelante se adquieren las fincas de los números 6 y 8 de Casarrobuelos, para la sección de ventas y el taller. En el número 5 quedan SEO, personal y estadística. También un pequeño apartamento al que denominaban “la hospedería” y el garage para unos pocos coches y furgonetas.

Como noticia curiosa hay que hacer constar que Olivetti tuvo una academia de mecanografía, ubicada en la primera planta del número 61 de la céntrica calle de Fuencarral. Angelita Cerro, una de las primeras secretarias, había editado un eficaz y popular manual de mecanografía, que tuvo amplia difusión.

Arturo recuerda perfectamente la composición de la plantilla de la sucursal. Te la recitará con la misma seguridad con la que Luis Vich te cantará la alineación de aquel Barcelona de 1943, o la del Madrid de las cinco Copas de Europa, con todas sus variantes, o la del Betis del 50, o la de la Real, o…cualquier repertorio de ópera o zarzuela. Así, Arturo recuerda que, en aquellos tiempos, el jefe de ventas era Cecilio Villodres, que luego fue director en San Sebastián; que Fernando Diego Madrazo y Fernando de Aísa eran apoderados, estando ambos a cargo de las ventas al Estado. Sin titubeo alguno me canta de carrerilla los apellidos de los titulares de la sección de ventas: Saurí, Trigo, González, Zaldívar, Aguilera, Pagaza, Serrulla, Salinas y Gavaldón.

Luego me da cuenta de otros personajes de los que yo había oído narrar a Ceballos no pocas anécdotas: José Delgado era el jefe de administración; Gregorio González, el jefe de personal; Ángel Amador que, además de llevar la secretaría de ventas, estaba encargado de las relaciones con los revendedores. Personaje peculiar e importante era Sandalio González, jefe de taller. Sería una injusticia olvidarnos de Emma, la secretaria de Manzano. Todo un carácter.

Otra de las personas de aquella primera COMESA madrileña fue Francisco Escudero. Empezó a trabajar de botones a sus 14 años, en julio de 1944. Por méritos propios fue escalando posiciones en el organigrama de la sucursal. Fue jefe de almacén para acabar luego como jefe de administración de personal, querido y respetado por todos. Dos años después, ingresó en la empresa otro veterano: Félix Ángel. Y no quisiera olvidarme de otro personaje madrileño: Loreto Guijo, que fue vendedor, jefe de grupo y director de la sucursal de la plaza de España. Aún hay quien le recuerda pilotando su Vespa 125, componiendo una singular figura.

En una primera reestructuración, Villodres pasó a hacerse cargo de la sucursal de San Sebastián. Le sustituyó Madrazo, como jefe de ventas. El catalán Ricardo Ciuró fue nombrado subdirector de la sucursal y director de la venta a entidades oficiales. Reclutó a sus primeros vendedores: José Gómez y José Miguel García Aguilera.

A primeros de la década de los 60, la sección de ventas se trasladó a la calle Desengaños, 12. El almacén pasó a Casarrubuelos.

También por esas fechas se incorporó Agustín Ceballos a la sucursal, en el cargo de secretario de dirección. En esa función y luego como director de la sucursal de Santander adquirió la experiencia y conocimiento del negocio que le llevaron a ocupar sucesivamente y con eficacia los cargos de jefe de Personal, primero, y Director Comercial, después.

Por fin en noviembre de 1966, coincidiendo con la celebración del SIMO, se inauguró la nueva sucursal de Conde de Peñalver, 84. Me cuenta siempre Arturo Gómez que Olivetti pagó a la empresa Forjas Artísticas Torras 16 millones de pesetas de la época por el solar.

Recordaréis que el chaflán de Peñalver con Maldonado no era nuestro. Estaba ocupado por otro edificio. Berla quiso comprarlo también, consciente de que su adición al nuestro, además de ganar en espacio, significaría una espléndida inversión. La operación, a pesar de laboriosas tentativas, nunca pudo llevarse a cabo.

Se produjo enseguida una nueva reestructuración. Las llamábamos “movidas”. ¿Os acordáis? Ya me he referido a ella en otra entrega. Alonso pasó a dirigir SEO y Luis Vich, Madrid. Ciuró regresó a Barcelona para ocupar la secretaría comercial. Lázaro pasó a personal, como persona de confianza de Ceballos. Al cabo de dos o tres años, nuevos cambios. Se creó la sucursal Grandes clientes, cuya gestión se encomendó a Ángel Martinell, con siete vendedores; la sucursal de Madrid, cuya dirección se encomendó a José Luis de Miguel, y la de SEO, de la que se hizo cargo Carlos Tutusaus.

A partir de aquí, la continuación del proceso es bien conocida. Madrid va ganando peso en la organización. Cuando se crea la División de Sistemas, confiada a Antonio Florensa, se decide que Madrid sea su sede. Y lo mismo sucede cuando aparece otra División, la de operaciones especiales al mando de Eduardo Amorós. Y luego, la de Telecomunicaciones, que dirige Luis Bellsolell, a quien sucederá luego Enrique Puig. Adquiere también carácter de División la denominada SEO - Banca, que gestiona los clientes pertenecientes a la administración pública, los bancos y algunos grandes clientes nacionales con sede en Madrid, y con las complicaciones de gestión derivadas de la articulación del Estado en 17 Comunidades Autónomas.

En 15 de enero de 1985, una promemoria del entonces Director General, Romano Gabriele, da cuenta de la enésima reestructuración en la empresa. Crea la nueva Dirección de Planificación Operativa, Gestión de Productos y Formación, cuya gestión me confía. Un buen batiburrillo. Tres funciones que, por su naturaleza, exigirían un responsable diferente cada una de ellas. De todas maneras creo que es una “recreación”, pues la gestión de productos (sucedáneo de una dirección de marketing) la dirigía yo desde hacía ya un par de años. Pero lo relevante del caso es que, de los seis products managers, cuatro (Miguel Tejerina, Juan Hernández Colomer, Federico Gallego y Ángel Hernández Cuartas) tenían sus cuarteles en Madrid, así como Christian Nouvellon, responsable de formación. Esta situación era fuente de ciertas ineficiencias y nos obligaba a constantes viajes.

Cuando se produce el split, Madrid deviene la Casa Central de la OSN. Barcelona lo sigue siendo de la Olivetti Office. Cuando se decide de nuevo la fusión, se llega a una nueva situación: la Dirección General, con José Luis Solla, se queda definitivamente en Madrid, en donde permanece también la dirección de personal, la de marketing y algunas Divisiones, mientras en Barcelona quedan otras, igualmente importantes y determinadas direcciones staff.

Así las cosas, y ya en mis últimos tiempos en la empresa, me parecía percibir el sentimiento de los de aquí de que en Madrid, sin negarle ninguno de sus valores, no existía la tradición o la vocación que había tenido hasta entonces la sede de Barcelona, como Casa Central. La incorporación a la alta dirección de personas procedentes de un mundo muy diferente no ayudó en nada, según opinión muy extendida. Una vez más, se demostró que en las empresas también se cumple aquella ley física que afirma la imposibilidad de mezclar fluidos de distinta densidad. No todos los metales, por nobles que sean, son aptos para producir una buena aleación.

Recuerdo que, a finales de los años 60, circulaba de manera recurrente por Barcelona el rumor de que iban a trasladar la casa central a Madrid. No era más que un bulo. La fábrica tenía un peso específico muy alto y la implantación de la empresa en Cataluña era muy fuerte. Además, el costo del traslado no era una consideración indiferente.

Desde poco después de su inauguración, Madrid fue con frecuencia la sede de las reuniones anuales del personal directivo de la empresa. Normalmente se las hacía coincidir con el SIMO. Recuerdo que la preparación de esas reuniones comportaba una importante cantidad de trabajo para los ponentes. Pecaré de inmodesto diciendo que, durante algunos años, el mayor peso del mismo, tanto en la preparación como en la exposición, recaía sobre Ceballos y sobre mí. La cosa no tendría más importancia si no fuera porque la noche antes de la reunión, José Luis de Miguel se empeñaba en llevarnos a cenar y luego a tomar una copa a todos los que llegábamos de fuera. De manera imprudente, nos retirábamos muy tarde. A la mañana siguiente, como si fuéramos malos estudiantes en día de exámenes, Ceballos y yo nos tomábamos dos optalidones con un café muy cargado. Aguantábamos bien el día – almuerzo consistente y visita al SIMO incluidos - pero por la noche llegábamos a Barcelona hechos unos zorros. Pecados de juventud.

A pesar de la situación que he descrito más arriba, tengo presente la imagen de una relación entre los olivettianos de Madrid y Barcelona siempre muy fluida y cordial. Podría decirse que pocos serían los días del año en que no hubiera personas de uno u otro centro de Olivetti viajando hacia el otro. El contacto entre los unos y los otros eran constantes lo cual resultó en una relaciones personales bien consolidadas y en un elevado espíritu corporativo y de franca colaboración, como no podía ser de otra manera. Sin duda fueron más los catalanes que echaron raíces en Madrid que madrileños en Barcelona. Cualquiera de los que viajábamos de una a otra sede hicimos muy buenos amigos. Desde la cordialidad del chófer que, en los primeros tiempos nos iba a buscar al aeropuerto de Barajas –todo un lujo-, hasta la acogida de los compañeros, todo era grato en las visitas a Madrid. La lista de los amigos que tengo allí es larga. Me abstengo de nombrarlos. Sí me gustaría tener un agradecido recuerdo para aquellos chóferes que tan amablemente nos atendieron siempre. Son sus nombres: Antonio Rodríguez, Manuel Díaz Jara, Emilio Fernández y Francisco Gómez.

En la capital, me he sentido siempre en casa. Lástima que esos viajes, a pesar de ser tan frecuentes, no permitían robarle algún tiempo al trabajo para disfrutar de los múltiples alicientes que, en todos los terrenos, Madrid ha ofrecido siempre de manera tan generosa a todos sus visitantes.

José Manuel Aguirre

Barcelona, 14 de octubre de 2008.

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