Recuerdos de un Olivetiano desmemoriado (20)

 

                      

 

 

 - EL ÚNICO TIEMPO NO ES EL PRESENTE -

En esta vigésima entrega se impone un tiempo de reflexión. Uno de mis amigos ha leído todas mis entregas ya publicadas en el blog y unas cuantas más que ya tengo preparadas. Me dice que voy muy despacio y que me entretengo en detalles innecesarios. Que así, no acabaré nunca. Y menos si pretendo narrar la historia de la Olivetti en nuestro país.

Yo le respondo que respeto su opinión, pero que no estoy de acuerdo. Le recuerdo que despacio y deprisa son conceptos relativos, referidos de alguna manera a la noción de velocidad que, a su vez, implica una relación entre espacio y tiempo. Le arguyo que en estos relatos el espacio apenas cuenta. Si lo hace es sólo en su condición de escenario, casi siempre elemento secundario, mero telón de fondo de los hechos que narro. Lo que importa es el tiempo, pero no en cuanto a su naturaleza de recurso finito e insustituible. Para mí, en estos relatos, el tiempo adquiere todo su valor por ser ese misterioso elemento catalizador que ha hecho posible todo lo que la memoria recupera para el momento presente en que yo escribo y en ese otro – presente para él, futuro para mí - en el que mi amigo me leerá.

Hace pocos días, un autor citaba aquella afirmación de Marcel Proust de que “los seres humanos no deberíamos cometer el error de pensar que el presente es el único tiempo posible”. Cuando la leí, pensé que realmente hay muchos otros tiempos posibles e inconcretos, porque no siempre es necesario vincular nuestros recuerdos a una determinada piedra miliar del camino de nuestra vida. Al pensar en muchas de las personas a las que he conocido y con las que me he relacionado en nuestra empresa o gracias a ella, mi mente se enreda en un conjunto de evocaciones discontinuas, de diversa intensidad, de imágenes a veces muy nítidas y a veces difuminadas en un perturbador claroscuro, de rostros, de voces, de silencios, de emociones, en un sinfín de impresiones temporales, que se concentran y sintetizan en esos recuerdos con las que la memoria realiza la paradoja – el milagro, casi - de recuperar en un instante todos esos tiempos pretéritos y convertirlos en un presente virtual, sin que pierdan por ello su condición de pasado.

Claro está que los sucedidos que cuento han estado ligados cada uno de ellos a una hoja concreta del calendario, aunque las más de las veces barrida definitivamente de nuestra memoria por el vendaval del olvido. ¡Qué más da! A medida que voy martilleando los impactos gráficos de mis recuerdos en la pantalla del ordenador, me reafirmo en la convicción de que lo que más importa rememorar son las personas, algunas casi como realidades intemporales, otras presentes en todos nuestros tiempos posibles. Ahora, cada uno de nosotros somos como somos en buena medida porque, a lo largo del tiempo, hemos sido guijarros en el lecho del mismo río. A fuerza de los golpes recibidos del caudal fluctuante de la vida, del roce casi cotidiano con los demás que ésta nos ha producido con sus vaivenes, que en algunos pocos casos hasta ha podido ser muy abrasivo, arrastrados todos por la misma corriente, hemos llegado hasta este espacio temporal en donde, habiendo dejado atrás los parajes más abruptos, el cauce vital parece remansarse, cuando en realidad se aproxima a la desembocadura, llevándose consigo alguna de aquellas una vez jóvenes piedras de río, ahora ya con las formas del carácter muy redondeadas y sin apenas aristas.

Mi amigo me dice que me pierdo en mil detalles. ¡Cuánto me gustaría que tuviera razón! No sabe lo que me cuesta encontrar en remotos rincones de mi desmemoria esos retazos de vida, para mí preciosos, pero que no consigo describirlos con la precisión y riqueza de detalles con las que los narraría si fueran fruto de mi imaginación. En ocasiones, he tenido que recurrir a la ayuda de recuerdos ajenos para confirmar un nombre, un lugar, un episodio. Pero también me ha ocurrido que, en mi afán por estimular esta memoria mía casi inválida, han reaparecido rostros y nombres que habían desaparecido de ella durante decenas de años. En esta búsqueda de vivencias olvidadas por los más recónditos rincones de mi mente, de pronto he recordado a personas de las que me había olvidado absolutamente. Es el caso de las que voy a citar, sólo a título de ejemplo. ¿Podéis poner rostro y localizar en vuestra memoria a compañeros nuestros con los apellidos de Puya o de Gómez Villalba? Posiblemente a muchos (suponiendo que seáis muchos los que leáis estos apuntes) no os dirán nada, porque no los conocisteis, aunque quizá sois coetáneos del segundo. A alguno, uno o los dos apellidos le suenan. Estoy convencido de que eso le ocurrirá a muy pocos. ¿Cuántos recordaréis suficientemente a los dos? Os ayudaré, si os hace falta. Puya era jefe de ventas en la sucursal de Santander, cuando yo entré en la empresa. Antes fue un novillero con poco éxito. Ceballos, que fue director de sucursal allí, lo tenía en gran estima. Gómez Villalba fue, durante algún tiempo en los años 70, el hombre de relaciones públicas de COMESA en Madrid. Me ha costado mucho recordar sus apellidos. En su momento explicaré detalles de un viaje a Italia que hice con él, para obsequiar a un personaje singular.

También mi amigo presagia que no acabaré nunca. Yo le digo que no tengo prisa ni me he fijado un plazo para terminar. Tampoco estos recuerdos me imponen un final ya escrito. Son recuerdos concatenados en lo posible, pero nada más. Ya sé que no tengo la vida por delante. Pero mis recuerdos me sirven, de alguna manera, para dilatar esa vida en una ficticia pero gratificante dimensión. También para prolongar, aunque sea en la virtualidad de mi memoria, la de los amigos que nos dejaron. Mi amigo me replica que me engaño, que los viajes se hacen mirando hacia delante y no conduciendo con la vista fija en el espejo retrovisor. De nuevo le tengo que decir que no estoy de acuerdo. Que él me argumenta con sofismas. Le replico que los viajes no duran sólo aquella semana o aquel mes, por especiales que hayan sido. Tan importante es su preparación como lo son, sobre todo, los recuerdos que generan, de modo particular si estos se pueden compartir y contrastar con los de aquellos que viajaron contigo. En mi caso, mi peregrinaje de treinta y dos años por unos caminos y por un mundo que jamás pude llegar a imaginar lo he realizado con muchos amigos con los que ahora quiero revivir estos recuerdos.

También le digo a mi amigo que creía que él había entendido, desde el primer momento, que yo no pretendía escribir la historia de Olivetti en España. Jamás me he propuesto acometer tamaña empresa. Ni siquiera la parte que concierne a su actividad comercial. Pero coincido con mi amigo en pensar que aquella Hispano Olivetti, nacida en 1929, tiene más que merecido que no se pierda su memoria histórica.

Qué estupendo sería que alguien se atreviera con tan ingente tarea. Empezando por la fábrica, naturalmente. Por ella han pasado miles de personas, muchas de ellas ya desaparecidas. Con su trabajo duro y casi anónimo contribuyeron decisivamente a la grandeza de la empresa. Su recuerdo no debería perderse para siempre. Pero se me antoja enorme el empeño y considero perdidos definitivamente muchos elementos documentales para llevarla a cabo. En todo caso, ahora ya no es tarea para una persona sola. Afrontarlo exige recursos, metodología y el esfuerzo y el compromiso de todo un equipo de investigación.

Lo mismo se puede decir aunque la investigación se limitara a Comercial Mecanográfica o, si se quiere, a la actividad comercial cuando las dos empresas se fusionaron.

Estos pobres recuerdos míos son solamente una humilde y mínima contribución para que no todo se olvide. A medida que he ido avanzando en la redacción de estas veinte primeras entregas, me he dado cuenta de que el espíritu que me anima, el que en mayor medida hace que este esfuerzo de recordación me resulte excitante y altamente gratificante, es esta posibilidad maravillosa de reencontrarme, en un escenario intemporal, en las entregas pasadas y en las que están por llegar, con amigos a los que hace mucho que no veo y, de modo particular, con aquellos que sólo están ya en nuestro recuerdo. A éstos últimos va dedicado, como modesto pero muy sentido homenaje, este ejercicio que, sin pretenderlo inicialmente, también se reafirma en la creencia de que el presente no es el único tiempo posible.

José Manuel Aguirre

Puigcerdá, 26 de agosto de 2008.

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