Recuerdos de un Olivetiano desmemoriado

 

                      

 

 

 - AQUELLA ITALIA -

El 8 de enero de 1966, domingo, a las 16:10 horas, despegó puntualmente del aeropuerto de Barcelona el vuelo AZ 359 de Alitalia con destino a Milán. A bordo del Caravelle que lo realizaba, en uno de los asientos de cola, iba yo. Era mi bautismo del aire. Desde unos días antes, el miedo me tenía de los nervios. En los momentos del despegue y del aterrizaje, lo pasé fatal. Tras unos cuantos viajes más, el miedo desapareció. Menos mal, porque durante mi vida profesional habría de volar centenares de veces. No era este el caso de nuestro compañero Javier Tomeo. Le tenía tal pánico al avión que, si había otra alternativa, siempre la utilizaba, por tiempo que le llevara o por incómoda que fuera. No sé si las exigencias de su bien ganada fama como escritor le habrán curado.

Hacia las seis de la tarde aterrizamos en Linate. Era ya de noche. Una espesa niebla cubría la carretera en el breve trayecto hacia la ciudad. Nebbia fitta, como decían los italianos. Tomé un taxi y, tras indicarle al taxista el nombre del hotel y su direccion, cometí la torpeza de querer entablar conversación. Hablamos. Él algo más que yo que, pobre tonto, creí que, con el italiano de las canciones de Modugno y de Claudio Villa, tenía suficiente para dialogar con cualquier ciudadano sobre todos los asuntos divinos y humanos. Cuando llegué al hotel, el recepcionista, después de realizar el check in, me preguntó si tenía inconveniente en decirle cuánto había pagado por el servicio. Se lo dije. Me respondió: Ha pagado usted el doble de la tarifa normal. La próxima vez que venga en taxi, deje que lo pague yo. Ya me pagará usted después. También él comprendió enseguida que yo era un pardillo.

En ese viaje y en otros sucesivos me alojé en un hotel situado en una de las plazas más bellas de Milán, piazza Scala, que toma su nombre del famoso teatro de ópera. El hotel tenía un nombre muy evocador: Marino alla Scala. Hace tiempo que no existe. Una pena. Creo recordar que su lugar lo ocupa ahora la sede de un banco.

En sus colaboraciones precedentes, José Luis Varas y Enrique Puig han coincidido en señalar la diferencia abismal que percibieron, en su primer viaje, entre aquella Italia y nuestro país. Estoy totalmente de acuerdo con ellos. No era necesario comparar las respectivas cifras macroeconómicas para darse cuenta. Desde el primer momento, el recién llegado, a poco abiertos que tuviera los ojos, se sorprendía con la serie de diferencias que había entre los dos países, todas ellas a favor de Italia. La más evidente, la que se percibía a primera vista, radicaba en el muy distinto nivel de vida. Seguro que hoy, las distancias entre Milán y Barcelona en este capítulo, si existen, serán muy pequeñas. Sin embargo, hace algo más de cuarenta años las comparaciones entre estas dos ciudades, punta de lanza de los dos estados, eran desfavorables a la Ciudad Condal en casi todo. El desfase era evidente en el vestir (me impresionó la elegancia de los milaneses: ellos y ellas), en los automóviles, en la ambientación de muchos locales públicos, en la rica y variada oferta comercial de toda clase de bienes y en tantas otras cosas. Tampoco hacía falta ser muy progresista para disfrutar del aire de libertad que se respiraba por doquier: en la calle, en los medios de comunicación – especialmente en la prensa -, en las empresas, en los cines y teatros, en los estadios deportivos, en fin, en casi todas partes. Ello era consecuencia del régimen democrático que se había dado Italia acabada la Guerra Mundial. Allí pude valorar de modo directo, por primera vez, lo que significaba vivir en un régimen de libertades. La confirmación la tuve, de manera negativa y como contrapunto, en cuanto regresé a Barcelona, un mes más tarde. Posiblemente ahora la comparación de la situación en los dos países en este terreno nos resultaría favorable en no pocos de los capítulos del catálogo de las conquistas democráticas. Entonces, quién lo iba a decir.

Otra diferencia importante era la oferta cultural, consecuencia natural de las otras dos. Daba gusto leer los periódicos y las revistas, curiosear en una librería o en una tienda de discos - ¡ah, la famosa Casa Ricordi!, cercana a La Rinascente, las populares galerías comerciales –, ver la programación de teatros, de salas de conciertos, de la mítica Scala y, de manera especial, ir al cine.

Cuando llegué a un conocimiento y manejo suficiente de ese bello idioma que es la lengua italiana, me di cuenta de otra diferencia más. Hablando en términos generales, entonces en la Italia del Norte, la gente, en los varios estratos sociales, hablaba mejor su lengua que nosotros el castellano. Ya no digamos el catalán, en aquel tiempo oprimido y en situación tan precaria. Bromas aparte, a partir de un cierto momento, sí pude conversar con los taxistas que me traían o me llevaban al aeropuerto o con los chóferes de Olivetti, que nos trasladaban del aeropuerto a Ivrea o viceversa. Me di cuenta de que, además de que sus temas de conversación, generalmente de naturaleza política, resultaban interesantes, ellos los trataban con una sorprendente corrección y riqueza en el uso del idioma.

He citado el cine. El cine era un capítulo muy especial. Recuerdo que, en viajes posteriores, nada más llegar a Milán – en particular si era en domingo -, dejaba rápidamente el equipaje en el hotel y de inmediato me iba al cine para aprovechar la última sesión de tarde, antes de cenar. En el cine me encontraba a muchos de los pasajeros de mi avión. No fallaba. Y no porque las películas fueran las que de ordinario la burguesía barcelonesa iba a ver a Perpignan. Íbamos a ver cine de calidad, del que no se podía ver en España, pero por otros motivos. Creo recordar que la primera película que vi fue Signore e signori, dirigida en 1965 por Pietro Germi, una feroz crítica de la pequeña burguesía, representada por la de la ciudad de Treviso, un municipio de provincias italiano. Hace unas pocas semanas, el periódico El País, en un artículo que analizaba la situación decadente de la Italia berlusconiana, decía que en la actual hipócrita sociedad burguesa de algunas ciudades, se repetían hoy los ambientes y las costumbres de ayer descritos en esa película.

De aquellos tiempos recuerdo casi todas las películas vistas en los cines de Milán, muchos de ellos ubicados en el elegante corso Vittorio Emmanuele. Belle de jour, de Luis Buñuel, con una Catherine Deneuve, espléndida; La bataglia di Argel, de Giglio Pontecorvo; las obras maestras de Antonioni, Blow up entre ellas. Y tantas otras. Muchas de ellas muestras formidables de la magnífica etapa que atravesaba el cine italiano, ya partir del neorealismo, con monstruos tales como Nino Manfredi, Alberto Sordi, Ugo Tognazzi y ese actor inigualable que fue Vittorio Gassman. Entre las actrices, pasado el momento de la Magnani y de la Mangano, quizá era el momento de Virna Lisi. Como directores triunfaban, además de Antonioni, Fellini, Rossellini, Visconti, Rosi y Passolini, entre otros.

Entonces en las salas de cine italianas, incomprensiblemente, estaba permitido fumar. Todas las localidades tenían un cenicero en la parte posterior del asiento anterior. Yo entonces era fumador, pero el humo y el olor a tabaco en el cine me resultaban muy desagradables. Era costumbre que la proyección de la película se interrumpiera en un breve intermedio en la mitad de la misma. Recuerdo que, al encenderse tenuemente la luz en el fine primo tempo de Blow up, el ocupante de la butaca adyacente a la mía y yo nos reconocimos sorprendidos: él era Santiago Salaverri.

Naturalmente entre nuestros dos países también había determinadas analogías y afinidades. En la pasión por el fútbol ninguno de los dos superaba al otro. Tuve ocasión de asistir a algunos partidos en San Siro. Pude admirar la gran clase de Luis Suárez, entonces jugador del Inter. Creo que también pude ver a Joaquín Peiró y a Luis del Sol, éste en la Juve, pero no sé si, con ellos, la memoria me juega una mala pasada. Yo observaba imparcial y divertido la gesticulación, el forofismo exagerado, los improperios a los contrarios e incluso las actitudes amenazantes de los tifosi hacia el equipo arbitral, pero nunca la cosa pasó a mayores.

 

También me parecía encontrarme en España en las fiestas de guardar. La asistencia a la misa dominical llenaba de fieles las iglesias, ya fuera el majestuoso Duomo milanés o una humilde parroquia de barrio. Entonces y durante años la publicación de mayor difusión en Italia ha sido Famiglia Cristiana. Quizá ahora la haya desbancado alguno de los bodrios de la prensa del corazón.

Como dicen los italianos, tutto il mondo è paese. Nosotros decimos, en todas partes cuecen habas.

José Manuel Aguirre

Puigcerdà, 7 de agosto de 2008.

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