Recuerdos de un Olivetiano desmemoriado

 

                      

 

 

 - UN GIRO DI BOA -

Cuando consigo extraer del pozo profundo de mi desmemoria algo digno de ser contado, para hacerlo quisiera tener algo de la gracia de una Elvira Lindo, del descaro de Maruja Torres, de la maestría de Manuel Vicent o de la prosa precisa de Vila Matas, por ejemplo. Algo, sólo algo. Pero no hay nada de eso. Ni por asomo. Sólo ganas de narrar, de recordar episodios compartidos con tantos y tantos compañeros en ese proyecto empresarial que nos mantuvo tan próximos durante muchos años. Mi disco duro está infectado por el virus de la edad (no hay antídoto conocido) y mi CPU tiene menos capacidad de proceso que un ábaco chino. Pero es lo que hay. Y que dure.

Sin embargo, con tan pobres recursos aún soy capaz de evocar aquellas tardes de después de las vacaciones del verano del 64. Recién instalados en la Ronda, el trabajo no nos apremiaba. Los inquilinos de la octava planta, una vez acabada la jornada laboral, a menudo nos entreteníamos durante una horita más en una distendida tertulia sobre los temas más diversos. Ceballos, Losada, Lázaro, Cignetti y yo, con la adición ocasional de algún compañero procedente de otros departamentos, hablábamos de nuestras cosas, comentábamos las últimas noticias de la empresa y, muy posiblemente, tendríamos al fútbol – cómo no – como tema de conversación, aunque estoy convencido de que no nos ocupaba mucho tiempo.

Nunca llevaba la voz cantante, pero participaba con apuntes interesantes y las más de las veces muy divertidos el contertulio italiano: Carlo Maria Cignetti. Dije en una entrega anterior que había que hablar de él y hablar bien. Voy a hacerlo. Cignetti era mayor que nosotros y, a excepción de Ceballos, ninguno le tuteábamos, pero todos le apreciábamos y respetábamos mucho. Si se mantenía una cierta distancia entre él y nosotros seguro que era debido a un cierto grado de timidez por su parte. Afortunadamente, hoy, a sus noventa años cumplidos, vive tranquilo en su retiro de Sitges. Aunque hace mucho tiempo que no le hemos visto, no me cabe duda de que cuantos le han conocido siguen profesándole un afecto muy especial. Si hay que poner de ejemplo a alguna persona por su cortesía, prudencia y discreción yo citaría siempre en los primeros lugares – candidatos indiscutibles a la medalla de oro - a Carlo Maria Cignetti y a Juan Arturo Lázaro.

Cignetti era (y creo que seguirá siéndolo) una personal particularmente frugal. Alguna vez había aceptado la invitación a compartir mesa en casa. Siempre lo hacía a condición de que el menú fuera muy parco. Simplemente, una ensalada verde, una tortilla a la francesa y una pieza de fruta. Valía la pena el sacrificio – casi nos dejaba sin comer - por disfrutar de su compañía. No estaba en modo alguno dispuesto a admitir el más mínimo extra. Era un buen conversador. También le recuerdo como una persona particularmente delicada. Al regreso de sus viajes a Italia a menudo traía un detalle para mi hija, entonces una niña de muy pocos años. Ambos se profesaban un cariño muy especial. El regalito consistía en unos sobres sorpresa que contenían un pequeño objeto de forma cilíndrica y de un color verdoso que había que introducir en un recipiente transparente lleno de agua. Hecho esto, al cabo de pocos segundos, el extraño objeto se desplegaba en forma de una bella planta multicolor. A la niña le parecía que aquel juguete – creo recordar que de origen chino – era cosa de magia.

También era un hombre culto, aficionado a la música y a la lectura. Y, por el motivo que a continuación explicaré, hablaba bien el inglés.

Nosotros sabíamos que había combatido, durante la Segunda Guerra Mundial, en el norte de África y que, al cabo de pocos meses, los ingleses lo habían hecho prisionero y lo tuvieron en un campo de concentración en Sudáfrica durante varios años. En ocasiones, en la tertulia vespertina, le habíamos provocado para que nos explicara alguna de sus experiencias bélicas. Era reacio a ello y se escabullía con facilidad. Nosotros no insistíamos. Pero un día, cuando menos lo esperábamos y sin que mediara petición alguna, abordó el tema de la guerra. Recuerdo lo muchísimo que nos reímos. Él también se reía, aunque se le humedecían algo sus ojos de un limpio color azul. Al cabo de los años no puedo evitar el comparar las “hazañas bélicas” de Cignetti con el argumento de una espléndida película italiana, La Gran Guerra, dirigida por Mario Monicelli y protagonizada por esos dos fenomenales actores que fueron Alberto Sordi y Vittorio Gassman. Les acompañaba Silvana Mangano. Ninguno de los que participamos en ella, olvidaremos jamás la tertulia de aquella tarde. Todo lo que nos contó era muy interesante y casi siempre divertido. Para muestra baste un botón. Cignetti nos explicó lo impresionante que era la guerra en el desierto. Sólo el que ha estado allí, el que lo ha vivido, sabe lo que es, nos dijo. Todo en el desierto es diferente: la luz, las sombras, los colores. Los brutales cambios de temperatura entre el día y la noche. El silencio. El clamoroso silencio del desierto. Y, como contraste brutal, los ruidos. El desierto capta hasta el más mínimo sonido y lo amplifica de manera especial. Cignetti nos dijo: No os podéis imaginar lo impresionante que es oír avanzar por el desierto a una agrupación de tanques. Ya se les oye cuando están a muchos kilómetros de distancia. Le escuchábamos todos sobrecogidos y silenciosos, ya nos parecía encontrarnos en el frente y próximos a entrar en combate al inicio de la batalla. De pronto, alguien dijo: Sin duda, oírlos fue impresionante, pero debió ser muchísimo peor vértelos venir encima. Cignetti, con su repuesta, acabó súbitamente con aquel instante casi mágico: Ah, no lo sé. Verlos, no los vimos nunca.

Cignetti es (¿por qué tengo que hablar de él en tiempo pasado?) una persona muy generosa. Quien le conoce bien me contó hace poco que, en aquellos tiempos y en algunas sucursales, COMESA vendía también las máquinas de coser domésticas de Rápida S.A. con la marca Wertheim. Tal era el caso de la sucursal de Cádiz, de la que Cignetti fue director durante algún tiempo. Las personas de mi edad recordarán muy bien que, en los años 50 y 60, las máquinas de coser eran un elemento del equipo doméstico presente en la mayor parte de los hogares humildes y en los que no lo eran tanto casi con preferencia a cualquier electrodoméstico. Las madres cosían en casa sus vestidos y los de sus hijas, les preparaban el ajuar y, las que sabían hacerlo, daban la vuelta a los trajes de los hombres cuando ya estaban muy deslucidos o rozados. La máquina de coser era un objeto imprescindible y casi omnipresente. Entonces, mucho más que las máquinas de escribir portátiles. Pues bien, Cignetti, que no sabía decir que no a nadie, inundó de máquinas de coser los hogares de la provincia de Cádiz. Y no lo hizo por alcanzar un determinado objetivo y cobrar un incentivo, como alguien malévolamente podría pensar. (Entonces, la empresa no aplicaba este tipo de estímulos.) Vendió muchas máquinas a plazos a familias que luego no los podían pagar. Ya me lo pagarán el mes que viene, decía Cignetti, compadecido de la pobreza de aquellas gentes. El caso es que cuando a Cignetti lo promocionaron a director de concesionarios, Manolo Alonso, su sucesor, tuvo que hacer frente a un importante problema de cobro.

Los días siguieron pasando apaciblemente. Llegó la Navidad. El sobre fue muy generoso. El ejercicio se cerró con un sensible incremento de las ventas respecto a las alcanzadas el año anterior. Y ello fue así todavía durante muchos años.

El año 1965 empezó de la misma manera que terminó el anterior. Seguimos con nuestras tertulias vespertinas. Parecía que nada iba a cambiar, que ninguna inercia se vería modificada hasta que, una tarde, un tertuliano (no recuerdo quién) nos dijo que alguien de fábrica sabía de buena tinta que un italiano desconocido para nosotros iba a sustituir al dott. Peyretti. No se sabía si era porque éste quería retirarse o por una decisión de la familia Olivetti. La noticia incluía un apéndice muy importante para nosotros. El que vendría se haría cargo no sólo de Hispano Olivetti s. a. sino también de Comercial Mecanográfica s.a.

Para estas situaciones de cambio radical, los italianos tienen una frase hecha muy descriptiva: un giro di boa. Y menudo giro. Intuimos que la cosa ya no iba a ser como hasta ahora, pero no llegamos a imaginar la magnitud del cambio que se avecinaba.

José Manuel Aguirre

Puigcerdà, 4 de agosto de 2008

Comentarios para adjuntar a este artículo.

Escribir al autor.

Volver