Recuerdos de un Olivetiano desmemoriado

 

                      

 

 

                       - UN CUERPO DE ÉLITE -

Debo recurrir a la terminología militar para referirme, en esta recopilación de recuerdos, a una unidad comercial singular – podría decirse de élite - en la COMESA de los primeros 60 como fue la División de Máquinas Contables. Ya la empresa de alguna manera utilizó esa jerga incorporando a su organigrama nada menos que una división. Visto desde la perspectiva de hoy, la compleja y potente panoplia de productos que manejaban sus vendedores, comparada con las máquinas de escribir y las de calcular, las armas básicas de los vendedores de la General Line, y la preparación específica que necesitaba el conjunto de especialistas que la gestionaban hacen que el nombre de División no sea un despropósito, ni siquiera si la hubieran denominado División Acorazada de Sistemas. Pero entre nosotros bastaba con denominarla simplemente DMC.

Ya me he referido a ella de pasada en alguna entrega anterior. Ahora, como merece ser tratada con detenimiento, le dedicaré este capítulo.

Sin entrar en tecnicismos (que ni quiero ni sabría hacerlo), he de recordar a los que ya lo saben e informar a los que lo ignoran que su catálogo comprendía inicialmente dos familias de productos: las máquinas llamadas propiamente contables, porque su capacidad de cálculo estaba limitada a las operaciones de suma y resta y realizaban funciones exclusivamente contables, y las facturadoras que, disponiendo de la capacidad de realizar las cuatro operaciones, podían, como su nombre indica, componer e imprimir facturas. La familia de las primeras tenía el nombre genérico de Audit. Y las segundas, el de Mercator. A su vez, las primeras podían ser numéricas o alfanuméricas, según fuera su teclado. Las segundas eran sólo alfanuméricas. Todas las máquinas estaban dotadas de un carro móvil y requerían ser previamente programadas. Y los equipos de ambas familias de productos podían incorporar un perforador de cinta lo que las convertía entonces en elementos de entrada de información al ordenador corporativo y se convertían en los primeros elementos de la selecta gama de equipos de la mecanización integral. ¡Uf!

Siempre desde la perspectiva actual, con la versatilidad, potencia de cálculo y presencia de los ordenadores personales en todos las áreas de actividad, con la cultura informática que adquieren los niños desde pequeños en la escuela y en el hogar – es la primera vez en la historia de la humanidad que los niños, hablando en general, saben de alguna materia más que sus padres y no digamos que sus abuelos – costará hacerse cargo de que para vender aquellas máquinas (me gustaría más llamarlas sistemas) hacía falta una capacitación muy especial.

Recuerdo que, en una ocasión, el dott. Sinigaglia llamó la atención a Manuel L. Río porque, en una reunión éste llevaba ya algunos minutos hablando, que a aquél le parecieron excesivos. Río le respondió: Perdone, pero en esta empresa, quien más quien menos, todos nos ganamos la vida hablando. Creo que su afirmación era una verdad a medias. Un buen vendedor, especialmente uno de la DMC, debía tener como primera virtud, la de escuchar, complementada por la empatía, es decir, por la capacidad de ponerse en el lugar de su interlocutor. En efecto, las máquinas contables o facturadoras no eran simples máquinas de escribir o de calcular. El contenido emocional que normalmente tenía una operación de venta de estos equipos era muy bajo. Su compra comportaba una inversión muy importante, porque eran equipos de precio ciertamente elevado, sobre todo si tenemos en cuenta la época a la que me refiero. Además, la mecanización de determinados procesos administrativos conllevaba una nuevas forma de tratar parte de la información empresarial, la materia prima para la toma de decisiones. Ello, en definitiva, conducía de manera consciente o quizá menos consciente a una nueva forma de gestionar la empresa. El proceso de comunicación bidireccional entre comprador y vendedor previo al acuerdo de venta debía desarrollarse en un ambiente de racionalidad (Otra cuestión era que siempre ocurriera así). Cuando se trataba de máquinas de contabilidad la gestión no era muy difícil. El problema a resolver podía encontrar solución en algún programa estándar. Enrique Puig nos he recordado el famoso 1.1.19. Pero en el campo de las máquinas facturadoras llegar al final exigía muchas veces comprender cuál era la situación-problema que el cliente quería resolver (que en ocasiones ni el mismo conocía o incluso conociéndola no la sabía exponer), analizarla, diseñar la solución, presentarla, discutirla, corregirla si procedía y, una vez alcanzado el acuerdo, transformarlo en instrucciones de programa, para que después alguien (podía ser el mismo vendedor si sabía o personal de taller) usando un destornillador montara los topes correctos en las posiciones precisas en una barra de programación que era el elemento que, en definitiva, indicaba a la máquina los recorridos y las paradas a realizar y los cálculos y ciclos de impresión a efectuar.

Por eso, la División de Máquinas Contables se nutría generalmente de los mejores elementos, que habían de someterse a largos y completos cursos de formación. A su vez, de sus filas salían personas que, ya con probada experiencia en la gestión comercial, eran destinadas a cubrir determinados puestos de responsabilidad en el organigrama de la empresa. No pocos directores de sucursal exhibían en su currículum el paso por la DMC.

Al ingresar en la empresa tuvimos conocimiento de la existencia de esta División y de algunas de las personas que la integraban porque, en Barcelona, tenía su sede en el mismo local de la calle Padre Claret, donde estaba instalado el centro de formación comercial.

Cuando se constituyó la División, la dirigió un italiano llamado Casini. De él dependían en Barcelona, entre otros, Salvador Pérez de Arana, que gustaba de entretenerse con la programación; Carlos Tutusaus, el hombre comodín. Bien puede decirse que se encargó de formar a la mayor parte del personal, de programar, de atender a las gestiones de venta más difíciles y hasta se hizo un hartazgo de montar barras de programación. También Antonio Florensa - que se especializó luego en mecanización integral -, Mariano Mas de Xaxás, Ezequiel Cabado, Federico Gallego, Javier Mariné y Antonio Llamusí. Como jefes de grupo, recuerdo a Pepe Herrero (e.p.d) y a Pepe Lluch, quienes más adelante ocuparon el cargo de director, en varias sucursales.

El responsable de la división en Madrid era un italiano de nombre Ettore Chicco. Alguien me contó que cuando Carlos Tutusaus y Chicco se encontraron por primera vez, el catalán le dijo al italiano: Mi nombre es Carlos Tutusaus, pero puedes llamarme “Tutu”. El otro, para corresponder, le respondió: Yo me llamo Ettore Chicco, pero puedes llamarme Chicco.

En Madrid, fueron pioneros en la División Adolfo Campo, Ramón Molina y Julián García Ancos. Creo recordar que algo más tarde se incorporaron Alfonso Boullosa y Miguel Tejerina. En Bilbao, César García. En Valencia, Juan Amores y Antonio Polo- también destinados a dirigir una sucursal más adelante - y en Sevilla, Enrique Sánchez.

La relación no es exhaustiva, pero no serán muchos los nombres que han escapado a mi memoria o a la de mis fuentes.

Al cabo de un tiempo se puso al frente de la División otro italiano, de apellido Colivicchi. Era una persona agradable que tenía un cierto parecido a Van Johnson, aquel rubio actor americano. El tal Colivicchi vino a demostrarnos, entre otras cosas, la conocida tesis de que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. En efecto, en la primera reunión de directivos que celebramos en la planta novena de Ronda, al intentar salir de la sala se dio un golpe tremendo en la nariz, con una de las hojas de la puerta de cristal de la salida que había quedado abierta formando un ángulo recto con la otra y apenas se la veía. El golpe fue tremendo. Aquella noche, ya en su casa, se levantó medio mareado para ir al cuarto de baño. Aunque parezca increíble, volvió a darse otro porrazo, otra vez en la nariz, con la puerta del mismo que habría dejado mal cerrada. Cuando apareció por la Ronda a la mañana siguiente, su aspecto daba a entender que venía de disputar unos durísimos asaltos con el mismísimo Rocky Marciano.

Se comprenderá que la DMC con tan escasos efectivos, por buenos que fueran, no pudiera atender sólo con ellos a un mercado geográficamente tan amplio como el mercado español. Pero recordaréis que ya he hablado de ese gran activo constituido por la fuerza de ventas de la General Line y la red de concesionarios exclusivistas. Tanto éstos como nuestros vendedores percibían una buena comisión por la señalización de una operación, si ésta llegaba a buen fin. Este era un recurso muy importante del que carecían nuestros competidores.

Tutusaus me contó que, una vez, el Ministerio de Educación nos cursó un pedido muy importante de máquinas contables del modelo Audit 513, destinadas a un programa nacional de formación profesional. Él se encargó de formar a los profesores que, a su vez, tendrían que enseñar a sus alumnos el manejo de las máquinas. Recordaba uno de los cursos que tuvo que dar, con la ayuda de Ramón Sucarrats, a un grupo de monjas, profesoras de contabilidad. Al final del curso, una monjita se le acercó para decirle: Señor Tutusaus, nos preguntábamos las hermanas de mi grupo si es usted intendente mercantil o profesor mercantil. Carlos, que me dijo que sus conocimientos de contabilidad eran bastante limitados, le respondió muy serio: Hermana, yo soy marino, pero nunca he conseguido navegar.

Algunos de los personajes de la DMC, como otras muchas personas de nuestra empresa, merecerían en estos recuerdos un capítulo para ellos solos. Su calidad personal y su buen hacer profesional son muy ricos en anécdotas y episodios que merecen ser contados. Cuando alguna vez nos reunimos, siempre hay quien, con un gracejo inigualable, revive antiguos sucedidos y divertidas situaciones. Sería estupendo que ahora se animaran a escribir en esta  sus recuerdos y vivencias. Nadie podría hacerlo mejor que ellos. Sólo falta que venzan la inercia, se sienten ante el ordenador y empiecen a escribir. Visto el atrevimiento de este desmemoriado y de las pocas cosas que es capaz de recuperar del desván de los recuerdos, cualquiera puede – y debe – intentarlo.

En todo caso, aunque él no quiera hacerlo, hay alguien que tiene muy bien merecido un capítulo para él solo. Ese alguien es Carlos Tutusaus, el amigo y el maestro de muchos de nosotros. Como me consta que él no querrá hacerlo, para mí será un placer escribirlo. Tendré que aplicarme mucho para trazar un retrato que haga justicia, aunque sea en escasa medida, a la persona, al amigo y al maestro.

José Manuel Aguirre

En Puigcerdà, a 2 de agosto de 2008

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