QUINCE CONSTELACIONES      

Crónica de la fiesta "Olivetti 100" 4ª parte

El aperitivo fue breve. Las emociones habían humedecido los ojos y resecado las gargantas de muchos de los asistentes. Se imponía un refresco que proporcionara algo de alivio, distendiera el ambiente y restableciera, dentro de lo posible, una situación de normal serenidad.

Ahora, lo hombres y mujeres de aquella pequeña galaxia del universo Olivetti se iban a distribuir entre quince diferentes constelaciones – quince mesas para celebrar un fraternal almuerzo – cuidadosamente seleccionadas por los componentes de la comisión organizadora. El criterio de distribución de los asistentes en las varias mesas había sido muy simple en su planteamiento y muy difícil en la solución: procurar que todos compartieran aquellos momentos con las personas que cada uno de ellos hubiera elegido, de haber podido hacerlo. En esta metáfora astronómica, todos los componentes de cada mesa eran estrellas de primera magnitud.

Tengo un amigo matemático que me preguntó: ¿Has pensado cuántas configuraciones diferentes de mesas se habrían podido hacer? Dicho de otro modo, ¿de cuántas maneras diferentes se hubieran podido sentar a la mesa 150 personas, en grupos de 10 personas en cada mesa? Y eso sin más complicaciones, es decir, sin tener en cuenta el orden en qué debían colocarse después en cada mesa, y si en cada mesa necesariamente debía haber cuando menos dos mujeres, y si no tenían que ser todos de Barcelona o de Madrid, o comerciales o del Stac, o si… o si…

Menos mal, en este caso, que no sabemos muchas matemáticas (y los que las saben, prescindieron de ellas) y no dejamos al azar o a la fría racionalidad de los números la solución de problemas como éste. Si nos hubiéramos hecho el planteamiento de decir: escojamos la solución que nos parezca mejor de todas las matemáticamente posibles, ¿sabéis que hubiera pasado? Pues, según me dijo mi amigo, hubiéramos tenido que elegir una entre, 1.169.554.298.222.310 posibilidades.

Es decir, las 150 personas, agrupadas de 10 en 10, realmente se hubieran podido sentar en las 15 mesas de más de 1.169 billones de maneras diferentes. ¡Qué locura! Con razón dice mi amigo Jaime Hernández Guillem que no hay que hacer caso de los “metemáticos”.

  

El salón de la comida resultó muy selecto y acogedor para reunir cómodamente a los 150 comensales.

Durante la comida, la Conferencia de la Memoria se fragmentó en 15 conferencias diferentes. Quizá en más, porque la comunicación en mesas redondas de 10 personas no es fácil y menos en un ambiente en el que coinciden 150 personas. En el ámbito de cada mesa, las conversaciones se mantenían muy animadas en pequeños grupos. Las evocaciones que habían hecho los ponentes durante la mañana quedaron atrás para que cada uno apelara a sus recuerdos, los confrontara con los de sus vecinos de mesa y se entretejiera una intrincada e invisible red de vivencias y añoranzas. Cada uno tenía sus personales compañeros o compañeras del alma que recordar o aquel episodio imborrable de su vida que no podía dejar de evocar. Todos teníamos recuerdos muy queridos, que ya habíamos contado mil veces en otras instancias, que nuestros familiares más próximos han oído hasta el aburrimiento y que, sin embargo, allí eran una novedad que nuestros compañeros de mesa escuchaban complacidos. Con facilidad la memoria volvía una y otra vez a aquellas personas que habíamos perdido irremisiblemente y una cierta nube de tristeza venía a atenuar con algo de sombra la luz de tanta alegría.

Cinco mesas estaban ocupadas en casi su totalidad por compañeros del Stac. A una de ellas se sentaron, no por casualidad, Pedro Pastó y Josep Gubau, dos magníficos ingenieros que coincidieron cuando jóvenes en puestos de alta responsabilidad en la fábrica y volvieron a encontrarse también en la comercial al cabo de los años. En 1971, Pedro era el responsable de los sistemas informativos de la fábrica mientras que Josep estaba al frente de 693 personas como ingeniero jefe de producción. Me imagino que durante el almuerzo recordaron a su jefe, el ínclito ing. Mignatta y a sus colegas de entonces, Melloni, Briz, Comerma y Ávila, entre otros. Estuvieron bien acompañados por otros compañeros del área técnica: los Aguado, Gascón, González Artola, Ibars, Piqueras y Pablo Yagüe, y por Elena Juscapresa y Miquel Margarit, concesionarios de Girona, que asistieron encantados al encuentro olivetiano.

  

Pastó, Yagüe, Piqueras, Gubau, Gascón, González Artola, Ibars, Aguado, Margarit y su esposa Elena. Una combinación perfecta.

Me hubiera gustado sentarme a aquella mesa en la que coincidieron García Dolz, García Ochoa, Jordi Seluy, Martínez Melé, Mestre y Navas. Les acompañaban Nogué, Gabasa, Marzo y Mazo. Hubiera escuchado en silencio sus comentarios acerca del encuentro, cómo evocaban tiempos de juventud y lo bien que lo estaban pasando.

  

Un brindis afectuoso de Paco Marzo, Mestre, García Dolz, Jordi Seluy, Nogué, Navas, Mazo, Ochoa, Melé y Gabasa.

No les iría a la zaga la mesa de los Esteban Pastor, Llanas, Carmen Blesa, Jarabo, Galimany, Aboy, Maya, Teresa Omella y García Ventosa, en parte, veteranos de otros encuentros no menos evocadores de recuerdos y sentimientos.

  

Una mesa bien ordenada de amplia representación catalana con espléndida presencia femenina

Ni aquella otra de los Abad, Sánchez Aparicio, Méndez, Víctor Fernández, Hernández Martínez, Marondo, Olivera, Queralt  y Tomás Rebled. Técnicos de Madrid y Barcelona fundidos en entrañable charla, recordando, con el espíritu siempre joven, tiempos pretéritos. Reconozco que mi trayectoria profesional no se cruzó con la de la mayoría de estos compañeros del Stac. Sí tuve la suerte de coincidir en algunas ocasiones con José Francisco Tomás Rebled. Es mi amigo desde hace muchos años y, para mí al igual que para muchos otros, todo un ejemplo de laboriosidad y buen hacer. En mi reconocimiento hacia su persona quisiera hacer patente mi afecto para todos los compañeros del Stac.

  

Abad, Méndez, Rebled, Olivera, Sánchez Aparicio, Marondo, Víctor Fernández, Queralt y Hernández. Todo un equipo de 1ª División.

Participar en cualquiera de las mesas tenía su aliciente. Y muy grande. Salvada su predilección por la mesa que compartió este cronista con sus compañeros de tantos años (que no se ofenda nadie, pero no la cambiaría por ninguna otra), le hubiera gustado sentarse al menos unos minutos en cada una de las otras. Charlar aunque fuera un minuto con todos y cada uno de los allí presentes. Pero ese placer nos estaba vedado a todos. El tiempo es de una crueldad inmisericorde. No he querido pedir a mi amigo el matemático que calculara cuánto tiempo hubiera hecho falta para que todos y cada uno de los asistentes hubiéramos podido hablar por lo menos un minuto con todos los demás, teniendo en cuenta que se podían mantener 75 conversaciones simultáneas en cada minuto. Aunque he pensado sólo en mí, no hacen falta muchos cálculos para darme cuenta de que para conseguir mi propósito hubiera necesitado casi dos horas y media. Creo que durante ese mismo tiempo todos habríamos hablado un minuto con todos, pero ¿qué clase de encuentro habría sido? Me hago estas reflexiones que pueden parecer inútiles y estúpidas (personalmente, creo que no lo son) para darme cuenta con tristeza de que el encuentro, a pesar de su intensidad, fue realmente efímero y, casi con seguridad, me atrevo a afirmar que quedaron muchas cosas por decir y por recordar y, lo que es más importante, muchos compañeros con los que conversar. Estoy convencido de que esa percepción la hemos tenido todos. Cuando reflexiono, salgo de mi situación de perplejidad y de frustración. Recuerdo los objetivos del encuentro y me digo que éste no ha sido nada más y nada menos que un punto de partida. Que de nuevo han quedado tendidos los puentes para que todos volvamos a encontrarnos, mejor en grupos pequeños, para que la comunicación sea rica y eficaz. Ahora ya sabemos de nuestra disposición y dónde estamos. Sólo hará falta alguien – y alguien habrá - que tome la iniciativa de convocar a sus amigos más próximos, pero vamos a dejar descansar al lector hasta la próxima parte de esta crónica.

José Manuel Aguirre

Barcelona, 21 de octubre de 2008

 

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